martes, 30 de junio de 2015

El peso de las palabras









Vivimos en un mundo atravesado por el lenguaje. De hecho, solamente podemos apropiarnos de la realidad objetiva cuando somos capaces de nombrarla. Sería por eso que, mi madre, siempre que me aparecía en casa con un perro callejero, lo primero que me pedía era que lo pusiera nombre. Ella no era amante de los animales de compañía y solo gustaba de aquellos que, en plan estrictamente utilitario, sirvieran para algo. 




Ella sabía que, al nombrarlo, estaría haciendo un primer e importante gesto de reconocimiento de su existencia. La palabra, de alguna manera, colocaba su ser dentro de la órbita de mis afectos. Un perro sin nombre, en su lógica incuestionable, ni siquiera existe y es más fácil deshacerse de él, como finalmente me hacía hacer: ponerlo en el mismo sitio de donde lo había recogido. 




Las palabras siempre se presentan ante nosotros como realidad y verdad. También es muy cierto que han perdido parte de su peso. Las personas adultas recordarán cuando los negocios se cerraban con la palabra empeñada. Un hombre de bien jamás faltaba a esa promesa hecha. Pero ha pasado mucha agua bajo los puentes y nos hemos llenado de cuenteros, de charlatanes de toda ralea, que dicen y se desdicen con velocidad de espanto. 




Sin embargo, todavía esas construcciones que hacen tangible el pensamiento no pueden pasar inadvertidas. Sé que es un sitio común la afirmación en torno al poder constructivo o demoledor de las palabras. Pero si nos remitimos a la historia, sobran los ejemplos de hombres y mujeres que acompañaron sus palabras de acciones concretas que lograron, en una medida u otra, cambiar el mundo. 




Aunque algunos, como yo, echemos de menos la elocuencia de los buenos oradores, lo cierto es que no puedo dejar de analizar qué traen tras de sí las palabras. Ahora, que con ciento cuarenta caracteres los ministros y los famosos despachan asuntos de Estado y frivolidades, sin importar el orden; no hay que olvidar que las palabras no son solamente grafías que dan vida visible a los sonidos. La palabra es el principal modo de comunicación. 





Hace unos días escuchaba a un colega comunicador darle vuelta al aforismo que reza que una imagen vale más de mil palabras. Decía este presentador, con justa razón, que a la imagen le falta esa fuerza de los sonidos que se articulan en nuestra mente cuando la vista recorre la procesión de letras ordenadas. 




Por eso, si con las palabras mostramos lo mejor y lo peor de nosotros, tenemos la obligación de buscar lo que sea realmente trascendente. El verbo chabacano, los giros descalificadores, el chiste ramplón y de coyuntura nunca lograrán ese cometido. La palabra, el pensamiento y la acción, son aspectos íntimamente ligados a nuestro ser. Pero ante todo, la palabra despeja cualquier duda sobre quiénes somos en realidad.


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