Hay estadísticas que me causan risa. Alguien las cita y espera ser
tomado en serio. ¿No han visto esos datos que ponen en las publicidades de las
pastas dentales? Un humorista me recordó que siempre son nueve, de cada diez, los dentistas que recomiendan
usar esa crema para los dientes. "Por eso no puedo dejar de pensar en ese décimo
estomatólogo, el atravesado que no le da la gana de decir que el dentífrico
funciona. ¿Por qué le preguntan otra vez? Ya saben que el tipo les
daña las estadísticas", reía el cómico que hablaba de esto en la televisión. Sé que los datos son una mentirilla piadosa para que les
compre su producto, pero, igual, paso de largo en el supermercado y compro el
que me da la gana.
La vida siempre te pone delante esas falsedades inocentes y uno las
escucha, pero sabe que son mentiras. ¿Quién no disfrutó, de niño, el famoso
cuento de Caperucita Roja? No recuerdo haberme tragado la historia del lobo
travestido, pero me encantaba la ronda de preguntas. Es muy probable que
anticipara una suerte de “Quién quiere ser millonario”, pero a nivel de niña
tarada y carnívoro mañoso. Porque la pobre chiquilla de la caperuza colorada
tenía serios problemas. La opción A es que Caperucita era ciega como un topo y
no distinguía entre su abuela y un lobo disfrazado. La opción B es que la
abuela no fuese tan agraciada y, si no se había afeitado ese día, resultase
fácil confundirla con cualquier animal peludo. La opción C es que la guagua en
su puñetera vida hubiese visto un lobo de verdad, cara a cara, o cara a hocico,
para ser justos. ¡Elé, la C! Sólo había escuchado historias, había visto
ilustraciones sobre lobos, pero nunca se había topado con uno en vivo, en
directo y a todo color.
Muchos pensarán que eso podría haber pasado en el siglo
XVIII, con todo y sus luces, pero sin televisión. ¡Pues no! Ahoritica mismo, en
el Siglo XXI, con todo y sus tabletas, en ciertas escuelas de Nueva York, hacen
recorridos por zoológicos comunitarios para intentar vacunarlos contra la
bobería mediatizada. No imagine jaulas con leones o lagunas con cocodrilos. En
estos parques de animales, lo que hay son gallinas, vacas, ovejas y patos. Y
tendría que ver la cara de los niños cuando descubren cómo son los pollos de
verdad. Para los chiquilines es alucinante darse cuenta que no siempre
estuvieron congelados ni metidos en bolsas de plástico; que antes de estar en
la percha del supermercado tenían vida y caminaban. Pero el éxtasis llega
cuando se percatan que no tienen plumas amarillas ni cacarean en Dolby Estéreo.
Ya no tenemos cuentos con moralejas, pero, en esta posmodernidad que habitamos,
la mentira se instaló y no ha sido para bien. Tendría que irnos requetebién con
tantas tabletas, televisores que ya no caben en las paredes y teléfonos que se
declaran inteligentes. Es cierto que deberíamos estar más y mejor comunicados,
pero nos va de la patada. ¿Es culpa de la tecnología? No, para nada. Ningún
aparato es bueno o malo en sí mismo. Como decía mi viejo profesor de literatura
del colegio, con una metáfora de vaqueros: “El problema no son las flechas. El
problema son los indios.” Ahora, cuando la realidad es, muchas veces, una
puesta en escena, recuerdo que las tribus de estos tiempos tienen, en
exclusiva, la responsabilidad y tampoco vale culpar a las flechas por tanta
falsedad.
A mí me gustan mi teléfono celular y las series que veo en la televisión
por cable. Me parece bien que los papis rastreen a sus hijos con los GPS y los
llamen para saber dónde están. Los chicos siempre dicen que están estudiando en
casa de Maribel. No importa que, en la llamada, se escuche a Maribel gritando y
la música de One Direction no deje
hablar. El GPS dice que está en casa de Maribel y punto. Los papis se lo tragan.
Hay gente así, que cree a pie de juntillas lo que muestran los medios. Si está
en la pantalla, si el aparato lo exhibe, dicen, así ha de ser. Recuerdo que, hace
unos meses, un amigo tuvo un accidente de tránsito en el que se incendió su
auto. El carro se hizo puré de metal y él, milagrosamente, se salvó con dos o
tres raspones. Me confesó que lo más llamativo de todo fue que el fuego no era
de verdad, que no se parecía a su idea de un incendio.
Mi pana había construido su imagen de lo que debería ser un fuego, con
todas las de la ley, a partir de lo que había visto en la televisión o en el
cine. Así, en algún momento del accidente, debían aparecer Tom Cruise o
Angelina Jolie, rescatarlo y, acto seguido, una enorme explosión cerraría con
broche de oro el percance. ¡Típico! Lo que amplifican los medios no precisa tener
un espacio en la realidad. Por eso, los incendios televisivos solo arden en las
pantallas iluminadas y no necesitan de los fuegos reales para existir.
En este punto, no dejo de pensar en otro profesor, un suizo llamado
Ferdinand de Seassure. A este señor, de poblados bigotes, le encantaba enseñar.
Incluso, dos de sus alumnos de Lingüística, seguro los más afanosos, recopilaron
las notas de clase de tres años consecutivos. Después, publicaron, en 1916, su Curso de Lingüística General, que lo
hizo famoso. Seassure también daba clases de sánscrito, una antigua lengua
litúrgica hindú. Imagino que estos alumnos de sánscrito no se la pasaron tan
bien como los lingüistas y, por eso, no publicaron ni una letra. Es comprensible.
¿Y a qué viene el profesor suizo? Pues, Ferdinand de Seassure creó la
teoría estructuralista que explica cómo funciona, entre otras cosas, un signo.
Según sus estudios, si alguien dice, por ejemplo, manzana, a nuestra cabeza
acude la imagen de una manzana, que previamente conocíamos. El maestro suizo
llamó significante a la palabra y a ese
fruto rojo, al que le decimos manzana, le nombró significado. Nada mal para un
profesor de sánscrito, ¿no? Por eso, mi amigo, el del accidente de tráfico, tenía
registrado como significado, para la palabra incendio, lo que había visto en su
televisor o en el cine.
¿Entonces? La realidad de los medios, que no siempre es cierta, se
impone como si fuera palabra de Dios, más o menos. Pero el colmo es que ya no
necesita de un referente en la vida real. Se puede producir realidad desde un
gran estudio de cine o en un plató de televisión.
Alguno me dirá que los medios de comunicación tienen, entre sus tareas,
ser fábricas de sueños, industrias donde la fantasía es la materia prima. No
tengo nada en contra del mundo de la imaginación. Sin embargo, esto no es
creatividad ni cosa que se le parezca. Es algo falso que se vende como real y
que intenta validarse como tal.
Además, con la bonanza tecnológica, han creado un monstruo insaciable
que demanda contenidos. ¿Qué poner en la red? Esa pregunta encontró una
respuesta simple: todo cuanto sea posible. El mensaje no es importante. Lo
realmente trascendente en su circulación. Son las peluquerías de estos tiempos.
Espacios virtuales donde se necesita conversar de algo, espiar constantemente
la vida ajena. Vale todo.
Esta velocidad de circulación de los contenidos impide profundizar. La
superficialidad es la reina de la fiesta. Es un fenómeno interesante y
aterrador. Tanto movimiento de mensajes crea algo parecido a una capa que no
deja ahondar. Es como esa nata de grasa de las sopas, que se endurece con el
frío. No hay manera de ver qué hay debajo. Ahora pasa algo similar. Son
pedacitos inconexos, sin pasado ni futuro, desprovistos de contexto. La
tecnología, cada vez más asequible, no está ahí para conocer mejor a los otros,
ni siquiera a mí mismo. Simulamos comunicarnos en un presente que da más importancia
a lo sensorial. Los adolescentes, los viejecitos y los niños escriben cada día
más: mensajes de texto, gorjeos virtuales en Twitter… pero no significa que
escriban cada día mejor ni que entiendan o le otorguen sentido a lo que leen.
Por eso, le dije a una profesora de Historia, que el problema de sus
alumnos era el tiempo. Estaba aterrada porque, en un examen, alguien señaló que
una de las causas de la destrucción de la civilización mesopotámica era la
influencia de Stalin en la agricultura. Ya es posible cargarse más de siete mil
años de historia y quedarse tan fresco como lechuga. Intuyo que, finalmente, un
zigurat mesopotámico tiene alguna semejanza con las torres de la Plaza Roja de
Moscú. Es horrorosa la descontextualización. Si perdemos de vista el contexto,
será complejo avanzar en alguna dirección.
Y de regreso a las estadísticas, según Telefónica de España, uno, de
cada mil usuarios de celulares, desarrolla adicción al teléfono. Inmediatamente,
pienso en ese pobre ser que no deja de teclear, enloquece cuando olvida el
celular, se desmaya si se queda sin saldo y navega, desaforado, en un universo
de mentira. ¡Jodido!