jueves, 31 de julio de 2014

Los animales son nuestros hermanos mayores



Este vídeo recrea las ideas de las que habla el texto


La concepción más difundida del cristianismo coloca al hombre como centro del mundo. Con esta idea antropocéntrica, parece que no hubiese mucho espacio para pensar en un Dios amante de otras criaturas distintas de su creación favorita. ¿Por qué los humanos debemos respetar a los animales?




Vicente Valenzuela Osorio me pide un tiempo, cuando le solicito alguna razón divina tras esta interrogante. Imagino que recuerda sus chapuzones en el río Magdalena. Ahora es Máster en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia, pero no olvida sus andanzas a lomo de caballo en su natal Huila.


Vicente Valenzuela Osorio


Al día siguiente recibo su respuesta:

“Estas son las razones teológicas para que los humanos respetemos a los animales:

a) en orden a ser, sólo puedo ser un otro auténtico por la presencia del otro, esto incluye tanto a los seres humanos como a los animales;

b) en el orden de la creación, según el relato de Génesis, los animales nos preceden y esto ya constituye su valor intrínseco. Los animales son los primeros, antes que nosotros, en recibir la acción creativa de Dios. Al ser primeros, no sólo son nuestros hermanos mayores, sino que Dios nos crea luego de complacerse en ellos;

c) en orden a la antropología teológica, somos «imagen de Dios»; esta es nuestra dignidad. Con esta idea, no sólo significamos que somos vestigio de Dios, sino también, que hay un vestigio previo que Dios consideró al crearnos, al crear a las otras criaturas y, en especial, a los más cercanos, los animales;

d) en orden a la divinización, decimos que somos «semejanza de Dios» porque con nuestras actitudes, sentimientos y actos, nos podemos divinizar si así lo queremos. No hay forma mejor de hacerlo que respetando y amando, también, a los animales;

e) en cuanto a la nueva vida en Jesucristo, el ser humano nuevo sólo lo es en cuanto pueda realizarse en una comunidad de inclusión y gratuidad. Esto incluye reconocer el don de la vida.

Con todo esto, es irracional y contrario a Dios no respetar a los animales."

Vicente busca siempre esa exactitud de las palabras escritas. Su espíritu libre de opita le exige aferrarse a tales certezas. Caso contrario, podría extraviarse en las rutas del café y en los aromas terrosos del Magdalena.




Todas las imágenes son por cortesía de Vicente Valenzuela Osorio.

miércoles, 30 de julio de 2014

La soledad de los débiles





Creo en el Amor. Cuando amamos, alcanzamos la real humanidad. Pero, ¿quién es el otro al que debo amar como a mí mismo? Los paradigmas antropocéntricos han condicionado la lectura. 

Sin embargo, sabemos que, incluso, entre seres humanos, hermanados por lo biológico y no tan extraños en lo social, la intolerancia ya nos ha pasado factura. El racismo, la xenofobia, los fanatismos de diverso signo, son el muestrario de lo que podemos hacer para negar la existencia de un alter que es también idéntico.



¿Y si ampliamos la idea de alteridad? ¿Si el otro no es un ser humano? ¿Qué nos hermana? La respuesta está en algo que debe quedar muy claro: no hay salvación si no salvamos, con nosotros, a este planeta y a todas las criaturas que lo habitan. 

Todos debemos luchar, con mayor fuerza y presencia, por los más débiles entre los débiles, los que carecen de voz: los animales, las plantas, la Tierra toda. Cada día, sufren el olvidoel maltrato y el despojo de sus derechos; se les niega una vida digna como hijos e hijas, también, del mismo Padre, hermanos nuestros en la Creación. Si ellos no se salvan, el Amor estará mutilado.




(Este texto fue publicado, originalmente, en la revista Cosas, No. 257, de julio de 2013)

Los perros y las piedras del Infierno



Existen muchas razones para adoptar


Cuando ayudaba a un perro callejero, mi abuela me advertía: “Quien da pan a perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro.” Era su modo de indicarme que no siempre alcanza con las buenas intenciones. Es lo que sucede ahora.

Acabo de llegar del hospital con mi amiga Diana. Y aunque, ahora, ella me mira con ojos de terror, no se imaginan lo feliz que se puso cuando le regalé a Hiroshi. Con dos lengüetazos, ¡slash! ¡slash!, ese perro chiquitín borró la depresión. Diana estaba casi suicida por lo que le había pasado antes.



Resulta que vio una página de adopciones y Diana, llorona como es, se leyó las estadísticas: solo cuatro, de cada diez perritos nacidos, tendrá un hogar ¡sniff!; únicamente dos, de cada diez perritos extraviados, regresan con su familia ¡sniff!; no más de tres, de cada diez canes, están esterilizados y los otros siete parirán más perritos que sufrirán también el abandono y el maltrato ¡sniff,  sniff!

Frente a todos esos números terroríficos, las protectoras de animales dan todo de sí. Confieso que soy un seguidor de esas agrupaciones que recogen perros y gatos; defienden a los toros, se embarran de petróleo por el Yasuní, te impulsan a ser vegetariano…



Pero, no siempre salen bien paradas, a pesar de sus buenas intenciones. Por ejemplo, algunas practican la eutanasia. “¿Los que protegen la vida animal matan animales?”, casi gritó mi amiga. “A veces.” “Voy a adoptar”, me dijo la Dianita con determinación angelical y llenó el formulario.

“Su solicitud ha sido aprobada, pero la visitaremos para ver si será una buena familia para la mascota”. Basta poner en entredicho su capacidad y Diana enloquece. Limpió la casa con fanatismo de ayatola iraní inspeccionado por la ONU. Pero a la hora acordada nadie llegó. ¡Ring ring! ¿Diana? Ay qué pena contigo, pero no podemos ir a visitarte. Además, el perrito que te habíamos asignado encontró su dueño… Esperaremos a tener el perrito idóneo para ti. Gracias.”





Un paquete de Kleenex, tremenda depresión y diez maldiciones después, Dianita no entendía las razones por las cuales la burocracia había invadido el mundo del rescate animal. Me ofrecí a conseguirle un perro. Ya conocen el resto. Sin embargo, me siento mal porque jamás hubiera escrito sobre las protectoras de animales que, como yo, están repletas de buenas intenciones. Mi abuela diría entonces: “Mijo, de buenas intenciones está empedrado el camino del Infierno.”





martes, 22 de julio de 2014

De cómo Paúl se convirtió en Chuvi




Si decides tener un perro, estos son algunos consejos para pasearlo

Todavía Paúl no era Paúl. Era sólo un schnauzer lleno de motas en la recepción de Protección Animal Ecuador (PAE). Yo era un señor enorme acostado en el piso, mientras hacía piruetas con una cámara para cumplir con un deber académico.

El piso olía a desinfectante. Frente a mí, una cachorra mestiza intentaba adivinar algún orden para su universo, que ahora se reducía a una galleta. Era lo único que podía ofrecerle a cambio de una fotografía. La olió y se quedó quieta. Entonces lo sentí.




Alguien deslizaba, repetidas veces, algo húmedo en mi mejilla. Tenía la textura de una lija de granos diminutos. Volteé la mirada y estaba a mi lado. Tenía el pelo ceniciento y unos ojillos como brasas. Un collar metálico se descolgaba desde su cuello.

No hubo música. El fondo de nuestro encuentro fueron los gritos de la rescatista y las respuestas, no menos airadas, del encargado de bienestar animal. Ella no podía quedarse con el perro y en PAE no podían recibirlo.




La falta de banda sonora con violines fue compensada. El schnauzer se subió sobre mi regazo. Puso sus patas delanteras en torno a mi cuello. Si no fue un abrazo, se le pareció bastante. Él era uno de los cuatro. Ese cuarteto del abandono que muestran las estadísticas: cuatro, de cada diez perros de Quito, viven en las calles.

Pero no se comportaba como un número. Era una criatura que, por alguna extraña o conocida causa no se movía de su posición. Ya nadie discutía. Todos me miraban y yo sabía qué sucedería después.


Fuimos a la consulta. Era una habitación con patitas pintadas en las paredes. Un escritorio con ínfulas de estante ocupaba la entrada. La doctora me preguntó el nombre. No sabía qué contestar, así que me acordé del profesor Paúl Mena, quien me había enviado el deber. El schnauzer de un año y costillas dibujadas se llamaría Paúl.




Ya en el taxi, de vuelta a casa, le repetía su nuevo nombre como un mantra. Pero el perrito no se daba por aludido. Paúl, Paúl, Paúl. No, nada. Miraba por la ventana o mordisqueaba mis dedos.

Empecé, entonces, a experimentar con otros nombres. No, nada. Recordé uno especial: Chuvi. Las orejitas se irguieron. Movió la cola recortada y me miró. Chuvi, Chuvi, Chuvi. Se irguió sobre sus patas traseras y me dio tres lengüetazos en la nariz.

Ahora Paúl era Chuvi. Yo seguía siendo el mismo señor enorme, pero con una sonrisa de estreno.