Si decides tener un perro, estos son algunos consejos para pasearlo
Todavía
Paúl no era Paúl. Era sólo un schnauzer lleno de motas en la recepción de Protección Animal Ecuador
(PAE). Yo era un señor enorme acostado en el piso, mientras hacía piruetas con
una cámara para cumplir con un deber académico.
El
piso olía a desinfectante. Frente a mí, una cachorra mestiza intentaba adivinar
algún orden para su universo, que ahora se reducía a una galleta. Era lo único
que podía ofrecerle a cambio de una fotografía. La olió y se quedó quieta.
Entonces lo sentí.
Alguien
deslizaba, repetidas veces, algo húmedo en mi mejilla. Tenía la textura de una
lija de granos diminutos. Volteé la mirada y estaba a mi lado. Tenía el pelo
ceniciento y unos ojillos como brasas. Un collar metálico se descolgaba desde
su cuello.
No
hubo música. El fondo de nuestro encuentro fueron los gritos de la rescatista y
las respuestas, no menos airadas, del encargado de bienestar animal. Ella no
podía quedarse con el perro y en PAE no podían recibirlo.
La
falta de banda sonora con violines fue compensada. El schnauzer se subió sobre
mi regazo. Puso sus patas delanteras en torno a mi cuello. Si no fue un abrazo,
se le pareció bastante. Él era uno de los cuatro. Ese cuarteto del abandono que muestran las estadísticas:
cuatro, de cada diez perros de Quito, viven en las calles.
Pero
no se comportaba como un número. Era una criatura que, por alguna extraña o
conocida causa no se movía de su posición. Ya nadie discutía. Todos me miraban
y yo sabía qué sucedería después.
Fuimos
a la consulta. Era una habitación con patitas pintadas en las paredes. Un escritorio
con ínfulas de estante ocupaba la entrada. La doctora me preguntó el nombre. No
sabía qué contestar, así que me acordé del profesor Paúl Mena, quien me había
enviado el deber. El schnauzer de un año y costillas dibujadas se llamaría
Paúl.
Ya
en el taxi, de vuelta a casa, le repetía su nuevo nombre como un mantra. Pero
el perrito no se daba por aludido. Paúl, Paúl, Paúl. No, nada. Miraba por la
ventana o mordisqueaba mis dedos.
Empecé,
entonces, a experimentar con otros nombres. No, nada. Recordé uno especial:
Chuvi. Las orejitas se irguieron. Movió la cola recortada y me miró. Chuvi,
Chuvi, Chuvi. Se irguió sobre sus patas traseras y me dio tres lengüetazos en
la nariz.
Ahora
Paúl era Chuvi. Yo seguía siendo el mismo señor enorme, pero con una sonrisa de
estreno.
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