por Nivaldo Machin de la Noval
El portugués y el español tienen innegables semejanzas. Eso nos acerca a los países de habla portuguesa. Pero hay realidades que trascienden lo estrictamente lingüístico. Echar una ojeada a lo que sucede en Brasil tiene varios beneficios. Más allá del morbo que existe en asistir a la calamidad ajena, la experiencia brasileña tiene un enorme potencial didáctico.
Ver al Partido de los Trabajadores contra las cuerdas, intentando esquivar las acusaciones de corrupción, podría inspirar más de una reflexión sobre el accionar ético en el mundo de la política. Tras las presidencias de Luiz Inácio Lula Da Silva, entre el 2003 y el 2011, todo parecía viento en popa para su sucesora, Dilma Rousseff. Tras doce años al frente de las riendas del gigante auriverde, el Partido de los Trabajadores había acumulado muchísimo poder. Y he ahí uno de los problemas iniciales.
El poder trae aparejada una sensación de infalibilidad y de impunidad que hace creer que no hay límites. ¿Por qué habría de haberlos? Han tejido una red que podría hacer creer que todo cuanto se oculte bajo sus tupidos hilos es invisible. Además, si han logrado, con la elección sucesiva, copar todos los espacios del poder, ¿tendrá fin esta época? ¿Dejarán en algún momento el Palacio Presidencial?
Son abundantes los ejemplos de quienes, en diversas latitudes, han pensado que están por encima de la ley y la tuercen a su antojo. Las abultadas cuentas personales y un estilo de vida que se burla de sus conciudadanos se erigen como evidencias del respeto por el honor y la legalidad. Lamentablemente, los titulares de la prensa mundial nos traen sobrados ejemplos de cómo operan los políticos en innumerables puntos geográficos. ¿Qué tienen en común?
La concentración del poder, la falta de alternabilidad, la ausencia de una fiscalización seria, profunda y sistemática por los entes de control y por la sociedad civil; la discrecionalidad en la aplicación de la justicia… La lista puede seguir, pero son solo coadyuvantes para la impunidad relativa. Las causales son más profundas.
En la superficie se evidencias esos guiños de ojo que significan: “ayúdame, que yo te ayudaré”. Esa cadena infame de favores va desarticulando la institucionalidad y en el compadreo todos quieren salir bien librados. Como si se tratara de una banda delincuencial del cine de gánsteres, los amigos se cuidan las espaldas y condenan a la muerte pública, simbólica, a quien se atreva a salirse del círculo vicioso de los intocables.
Los ciudadanos, entonces, perciben que las sociedades no funcionan y el hastío llega con nuevos salvadores, poco respetuosos de lo que la democracia significa y conlleva. El viejo Montesquieu y su separación de poderes sigue siendo la mejor de las garantías para el ejercicio democrático. ¿Es el poder el que los corrompe?
No, el poder, al decir de los sabios, solo muestra la verdadera naturaleza de la persona. La impunidad merma las potencialidades del estado de Derecho y, a la larga, impone al cinismo y a la corrupción como si fuesen equivalentes a la ética y a la justicia. No lo son en portugués, tampoco son sinónimos en español.
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