por Nivaldo Machín de la Noval
En estos días de revueltas y demandas, pocas palabras tienen tanta
fuerza como libertad. Los unos y los otros claman para sí libertades
para elegir, redistribuir, conculcar, decir, defender… y así, la lista
de infinitivos resulta, también, casi sin fin. En esto de la libertad,
hay varios tópicos que, de repetirse, adquieren una suerte de aureola
de verdad que no es tan contundente como pretende.
Por ejemplo, es muy
común escuchar eso de que nuestra libertad termina donde comienza la de
los otros. Dicho así, suena muy bien. Sin embargo, tras esta sentencia
hay un peligroso reduccionismo. El primer asunto es que se parte de una
concepción muy individualista de la libertad. Así, es fácil imaginar a
cada hombre encerrado en un coto, con límites claros, donde es libre y
puede hacer cuanto le plazca.
Ser libre nunca ha significado dar rienda
suelta a las pulsiones, porque alguien que sigue sus deseos, de
cualquier índole, es un esclavo, no es libre. ¿En qué consiste su
esclavitud? En seguir sus impulsos. A fin de cuentas, no es él quien
manda. Las órdenes vienen de esas ansias antojadizas que pueden ir de un
extremo al otro.
Por lo tanto, hay que tener muy claro que la libertad
de una sociedad no es la simple sumatoria aritmética de esas pequeñas
burbujas individualistas. Es mucho más que esas parcelas en las que,
cada quien, carece de inhibiciones y concreta todo tipo de empresas sin
ningún tipo de coacción, excepto, no perjudicar al resto.
Postular algo
así niega cualquier posibilidad de solidaridad o empatía por el otro. Al
fin y al cabo, como sociedades, tenemos un entramado de postulados
comunes, de valores de compartimos y, gracias a los cuales, podemos
vivir en relación con el resto. Uno de esos valores compartidos es la
libertad. Sin la movilización de todos, esa libertad individual será
anulada a falta de una emancipación colectiva, construida por todos, y
como dice la sentencia, para el bien de todos. Solamente soy libre si
los demás factores de la sociedad me reconocen como un ser libre y
asumen que, en ejercicio de mi libertad, debo y puedo tomar decisiones
que, finalmente, si no aportan al bien común, terminarán perjudicando al
resto, aunque esa no se a mi meta final.
Entonces, estas elecciones que
hago, se corresponderán con el entorno en el que vivo y serán juzgadas
por la conformidad o disconformidad que tengan con los valores comunes
de la colectividad de la que soy parte. Por tanto, la libertad no se
construye ni se ejercita desde lo individual, única y exclusivamente.
Mientras más conozco el sentido de mis ideales, de mis convicciones y de
mis responsabilidades como ser social, más libre soy. Mi libertad se
nutre y se vive del encuentro, de la integración con la libertad de los
demás.
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