Vivimos en un mundo atravesado por el lenguaje. De hecho, solamente
podemos apropiarnos de la realidad objetiva cuando somos capaces de
nombrarla. Sería por eso que, mi madre, siempre que me aparecía en casa
con un perro callejero, lo primero que me pedía era que lo pusiera
nombre. Ella no era amante de los animales de compañía y solo gustaba
de aquellos que, en plan estrictamente utilitario, sirvieran para algo.
Ella sabía que, al nombrarlo, estaría haciendo un primer e importante
gesto de reconocimiento de su existencia. La palabra, de alguna manera,
colocaba su ser dentro de la órbita de mis afectos. Un perro sin nombre,
en su lógica incuestionable, ni siquiera existe y es más fácil
deshacerse de él, como finalmente me hacía hacer: ponerlo en el mismo
sitio de donde lo había recogido.
Las palabras siempre se presentan ante
nosotros como realidad y verdad. También es muy cierto que han perdido
parte de su peso. Las personas adultas recordarán cuando los negocios se
cerraban con la palabra empeñada. Un hombre de bien jamás faltaba a esa
promesa hecha. Pero ha pasado mucha agua bajo los puentes y nos hemos
llenado de cuenteros, de charlatanes de toda ralea, que dicen y se
desdicen con velocidad de espanto.
Sin embargo, todavía esas
construcciones que hacen tangible el pensamiento no pueden pasar
inadvertidas. Sé que es un sitio común la afirmación en torno al poder
constructivo o demoledor de las palabras. Pero si nos remitimos a la
historia, sobran los ejemplos de hombres y mujeres que acompañaron sus
palabras de acciones concretas que lograron, en una medida u otra,
cambiar el mundo.
Aunque algunos, como yo, echemos de menos la
elocuencia de los buenos oradores, lo cierto es que no puedo dejar de
analizar qué traen tras de sí las palabras. Ahora, que con ciento
cuarenta caracteres los ministros y los famosos despachan asuntos de
Estado y frivolidades, sin importar el orden; no hay que olvidar que las
palabras no son solamente grafías que dan vida visible a los sonidos.
La palabra es el principal modo de comunicación.
Hace unos días
escuchaba a un colega comunicador darle vuelta al aforismo que reza que
una imagen vale más de mil palabras. Decía este presentador, con justa
razón, que a la imagen le falta esa fuerza de los sonidos que se
articulan en nuestra mente cuando la vista recorre la procesión de
letras ordenadas.
Por eso, si con las palabras mostramos lo mejor y lo
peor de nosotros, tenemos la obligación de buscar lo que sea realmente
trascendente. El verbo chabacano, los giros descalificadores, el chiste
ramplón y de coyuntura nunca lograrán ese cometido. La palabra, el
pensamiento y la acción, son aspectos íntimamente ligados a nuestro ser.
Pero ante todo, la palabra despeja cualquier duda sobre quiénes somos
en realidad.
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